El autobús urbano nº,3 recorre la
ciudad de oeste a este, por lo que suele coincidir en él una heterogénea fauna, que a lo largo de su recorrido sube y
baja del vehículo municipal, mezclándose así de una manera efímera las vidas y
miserias de unos y otros.
Es sábado por la noche- las 22
h.- y las princesas adolescentes del extrarradio, exageradamente maquilladas, enfundadas
en sus estrechos vestidos, y encaramadas en altos tacones, exhiben las distintas
longitudes de sus piernas en un juego de seducción del cual no son conscientes; ni del método,
ni de los resultados.
Ellos, sin embargo, juegan como
cachorros despreocupados. La manada les da la protección necesaria para ser
arrogantes y maleducados, inconscientes de que su mundo no es el único
existente, aunque para ellos si lo sea. Sus voces resuenan en todo el autobús y
todos nos enteramos del arsenal que han preparado para el botellón, incluidas
las sustancias ilegales.
Una familia y algunas parejas
también se desplazan al centro a pasar su asueto nocturno semanal. El interior
del vehículo es un clamor de voces, risas y cierta despreocupación por el
futuro, una auténtica exhibición del carpe
diem.
Después de los barrios
residenciales de las afueras, el autobús entra en la periferia del casco
urbano, un barrio deprimido donde la vida no es fácil. Suben entonces algunos
inmigrantes latinos, un par de mujeres mayores, y un tipo peculiar.
El personaje en cuestión debe
andar por los cuarenta años, aunque aparenta muchos más, viste un chándal viejo,
lleva el pelo largo desgreñado y luce una gorra. En una mano lleva una botella
de cerveza y con la otra agarra algo parecido a un pañuelo de papel. Pasea por
el pasillo del autobús chocándose con
todo, y de pronto el vocerío y las risas se apagan.
El intruso sin pudor va pidiendo
dinero a diestro y siniestro con una arrogancia y descaro que asusta, incluso
se permite insultar en voz alta. Su cerrado acento andaluz y el balbuceo de su
voz, impedida por el alcohol y las drogas para vocalizar medianamente, no apagan
los insultos que éste lanza, y se escuchan perfectamente. Incluso el conductor, en un acto de
osadía, intenta sin éxito que el intruso se baje, pero éste le enseña el billete
y le deja sin argumentos. El individuo continúa con su labor de intimidación
colectiva, y ahora el grupo de adolecentes está silencioso y ligeramente
asustado por la presión dialéctica del intruso.
Todo el autobús está incómodo,
una gran tensión se palpa en el ambiente, y de pronto, el individuo en cuestión
me mira, se me acerca, y se sienta a mi lado. De pronto su semblante cambia, su
voz se apacigua, y me habla en un tono más bien bajo: “ A ti te gusta leer, a
que sí?”. Yo asiento con la cabeza, y él me explica en su idioma semi-inteligible
que lo ha visto en mi mirada, luego empieza a contarme su vida; entre sonidos
guturales y los gestos, señalándose las venas de los brazos, logro entender que
ha vivido al límite, aún lo hace, tiene todas las enfermedades posibles y
espera morir como un perro cualquier día de estos.
Yo le escucho y le miro con atención sin decir
palabra, y de pronto se levanta y mira de un rodeo a todos los viajeros con una
mueca de desprecio, toca el timbre y se posiciona en la puerta de salida.
Cuando el autobús para, gira su cabeza y me mira, con la mirada un poco perdida,
levanta la voz y me grita: “Adiós gorrión,
me has limpiao el alma”. Y después se baja del autobús tambaleante, tal y
como subió.
En pocos segundos el jolgorio
vuelve, algunos comentan sobre el personaje. Esta noche los adolescentes harán
su botellón, las parejas irán al cine o a cenar, y después harán el amor, las
familias regresarán a sus casas después de un paseo por el centro de la ciudad,
y un pobre drogadicto, después de posiblemente haber robado a alguien, se
meterá su dosis y durante unas horas será feliz, esperando que el día que le
llegue la muerte sea en esas circunstancias.
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