La semana pasada fue la ética
ligada a la ideología, y hoy es el compromiso. Parece que me gusta tratar temas
demasiado alejados del mundo actual. Los viejos hablan del compromiso en otros
términos, pero no deja de ser lo mismo. Aunque tiene más de leyenda rural o de
batallitas seniles, todos hemos escuchado alguna vez decir a nuestros abuelos
aquello de que antiguamente la palabra de un hombre iba a misa. Mi abuelo
contaba que si hacían un trato en la taberna, (por ejemplo: la venta de cien
arrobas de vino por quinientas pesetas) los compromisarios se daban la mano y
ese trato no necesitaba de notarios o de featarios (creo que éste es un palabro
inventado por mí).
Puede ser discutible la veracidad
de esos discursos, pero no es menos cierto que el compromiso de dar la palabra
era algo tan importante que el que faltaba a ella era repudiado socialmente. El
ser humano moderno, como en tantas cosas, ha dejado de lado valores éticos que
considera innecesarios en un mundo globalizado e informatizado. El hecho de que
supuestamente hay todos los mecanismos legales para velar por que se cumplan
los compromisos hace que este valor esté en constante déficit.
No quiero caer en la trampa de
que sea algo intrínseco a nuestra sociedad actual. El egoísmo y el entusiasmo
por algún proyecto poco metabolizado han sido la causa histórica común por lo
que los humanos han dejado de cumplir aquello que prometieron. El marido prometía
fidelidad y amor a su esposa y viceversa, el carpintero prometía entregar las puertas
para una fecha concreta o el mercenario
prometía fidelidad a su superior. Era un compromiso que su honor, en la mayoría
de los casos, se encargaba de llevar a cabo a pesar de que muchas veces no se
deseara cumplir.
Quizá no nos demos cuenta pero
todo empieza con nimiedades: Quedamos a una hora y nos presentamos tarde por
sistema. Decimos a alguien: Te llamo mañana, pero no lo hacemos. Nos
comprometemos a guardar un secreto y luego lo contamos por ahí. Le decimos a un
cliente que mañana tendrá su trabajo hecho y no lo acabamos. Todo esto lo llamamos
“pecadillos sin importancia” pero la propia dinámica en la que nos sumergimos
nos lleva a no dar importancia a otros compromisos más fuertes. El paso
siguiente es olvidar por completo las circunstancias de la otra persona con la
que nos comprometimos y no pensar en el perjuicio que les estamos causando,
perjuicio que casi siempre tendemos a reducir en importancia para auto-justificarnos,
dando por sentado que el otro haría lo mismo.
He tenido que sufrirlo muchas
veces, alguna vez yo también lo he provocado por haber caído en la dinámica de
que los demás también lo hacen, pero he aprendido el valor del compromiso como
una herramienta para la autodisciplina. Nuestra compañía telefónica nos engaña
cuando nos promete un número determinado de Megas en nuestro ADSL. Nuestro
seguro médico (el que lo tenga) nos promete una cobertura que luego no es real.
Nuestro supermercado nos promete unas ofertas cuyas condiciones reales están encubiertas.
Nuestro banco nos promete unas condiciones en el préstamo que no son
verdaderas. Nuestros candidatos políticos nos prometen un mundo mejor y más
bonito, pero luego no lo cumplen porque estamos en un mundo en que los
compromisos están supeditados a la “realidad contraactual”. Hemos creado entre
todos un monstruo que nos devora, porque si ya damos por hecho que las promesas
están para no cumplirlas, el escepticismo nos hará caer en un caos de
proporciones inimaginables.
No obstante yo quería hablar del compromiso
personal, ese que tenemos con nosotros mismos, el que hace que cada día, cuando
nos levantamos, tenga sentido. Ese compromiso con nuestra lucha personal, con
nuestras ilusiones y nuestros proyectos, que al final también es un compromiso
con los demás, porque esperan algo de nosotros. Es una promesa muda hacia los
demás. Cuando faltamos a nuestros propios principios, todos nuestros
posteriores compromisos carecen de credibilidad y valen menos que un euro de estiércol.
Ese compromiso con nosotros mismos es el más difícil de cumplir. La soledad y
la incomprensión nos llevan por el camino de la rendición incondicional, porque
sabemos que la lealtad con nosotros mismos no tiene el reconocimiento popular.
Sólo quiero añadir algo más: Sólo
respetando nuestros propios compromisos podremos lograr ganarnos el respeto
ajeno.
Manu Buendía - artista, agitador
cultural, bloguero y últimamente, un poco friky.
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