Ocurrió de madrugada, me levanté temprano –como casi siempre-
para que el saludo cotidiano del Sol me pillara despierto, y porque el gallo
siempre empieza a cantar antes del amanecer. Nada hacía presagiar el terrible
desenlace de esa terrible jornada. Puse la cafetera que había dejado preparada
antes de irme a la cama en el fuego, mientras me fumaba el primer cigarrillo
del día, y en ese momento caí en la cuenta de que sólo me quedaban dos
cajetillas, “tendré que bajar esta tarde al pueblo a comprar”- pensé. En mis muchas
estrategias para fumar menos (dejar de fumar es algo que no encaja en mis
planes) entra la de comprar menos tabaco ya que vivir en pleno bosque, a más de
media hora de distancia del pueblo más cercano, me debería obligar a ser muy
moderado a la hora de encender cada cigarrillo, pero un hombre que se mantiene
vivo a base de vicios no puede atacar frontalmente ninguna tarea que suponga
privarse de ellos.
Tomé mi primer café del día con unas gotitas de Burbon
fumando el segundo cigarrillo, es ése un momento inigualable, sólo puedo
compararlo a algunos momentos de sexo que tuve a lo largo de mi vida con
mujeres que yo creía inalcanzables. Normalmente es en ése momento del día
cuando aparece Helios en el horizonte; desde que decidí aislarme del mundo y me
vine a vivir aquí, he adaptado mi reloj biológico al devenir de las estaciones,
la naturaleza tiene un poder omnímodo que nos hace vivir a su ritmo a todos los
que decidimos integrarnos con ella.
Después de ése ritual cotidiano fui hacia el estudio, como
todos los días, y fue entonces cuando
ocurrió. Al principio no me di cuenta, coloqué en la mesa del estudio la jarra
con el café y la botella de four roses
, y cuando iba a empezar a escribir me percaté de que el “monstruo maligno”
había llegado. Mi primera reacción fue no reaccionar, pero enseguida me percaté
de la terrible situación, y salí huyendo de allí, cerrando la puerta del estudio
con llave. Sin saber qué hacer pasé el día tomando café y bebiendo cerveza y
vino, cuando se me acabó el tabaco el miedo me hizo reaccionar y bajé al
pueblo, compré varios cartones y me fui directo al bar del pueblo, allí empecé
a hablar y a beber con unos paisanos ociosos, y dejé pasar las horas. No fui capaz
de contarle a nadie la visita del monstruo, tenía suficientes motivos para pensar
que no me entenderían, y estaba convencido que pensarían que eran delirios
etílicos. Esperé hasta la noche, y el dueño del bar muy amablemente me echó a
la calle. Me quedé en el auto un par de horas, hasta que me armé de valor para
volver a mi refugio, un refugio que ahora veía cómo una condena.
Me armé de valor y entré en la casa, aparentemente estaba
todo en orden, la puerta del estudio seguía cerrada con llave (le puse una
llave para poder sentarme a escribir sin que me molestaran, ya que al principio
de venirme aquí de vez en cuando tenía alguna visita), me tranquilicé y me
convencí de que no abriendo la puerta el monstruo no saldría. Pasaron varios
días en los que yo me mantenía con alcohol, cigarrillos y café, pero por las madrugadas
me parecía escuchar las voces del monstruo. Un día de excesos alcohólicos no
aguanté más y huí, salí corriendo hacia el bosque, y no recuerdo más.
Al cabo de dos días unos cazadores me recogieron en el
bosque, por lo que me contaron tenía la mirada perdida y hablaba de forma
balbuceante y críptica. Me encerraron en un centro psiquiátrico, donde durante
seis meses me trataron mis adiciones y mis paranoias, y pasé el síndrome de
abstinencia sin demasiada dificultad.
Ahora ya no bebo, tampoco tomo café, y el tabaco lo he
reducido a una tercera parte. El tratamiento que me pusieron me mantiene sin
depresión, pero casi sin emociones. He vuelto a casa, el monstruo desapareció. Todo
sigue cómo lo dejé aquel día; el papel sigue colocado en la máquina de
escribir, pero ya no me asusta, en realidad ya no tengo nada que escribir, por
eso el temor al papel en blanco ya no existe para mí.
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